lunes, 9 de julio de 2018

Pulvis et umbra sumus


Llevaba casi tres días sin beber, cinco sin dormir y dieciocho sin comer. Lo sabía porque debía evitar sobrepasar el máximo. Por lo demás, poco le importaba saciar su sed o su apetito y se negaba a malgastar su preciado tiempo durmiendo.
Lo que de verdad le importaba era terminar el proyecto en el que llevaba tantas semanas trabajando. Era de cerámica, aunque por su color se asemejaba más al bronce, y lo había diseñado de tal forma que no fuese demasiado pesado,  moldeando cada detalle para que fuera perfecto. Quería que fuera algo único en el mundo, innovador y un poco descabellado, y ciertamente lo había conseguido. De hecho, no le importaba la practicidad sino la estética. Cada dedo había sido esculpido como si de un diamante se tratase y las proporciones eran tales que la escultura que ahora estudiaba minuciosamente era tan solo una versión mejorada de su pierna izquierda.
Con el ceño fruncido, acercó su cara a la escultura. Parecía como si quisiera valorarla con todos sus sentidos, como si la belleza a simple vista no fuera suficiente. Acarició el muslo en busca de algún defecto, un bulto o una hendidura quizás, pero para su sorpresa era más suave que su propia pierna de carne y hueso. Suspiró y apartó la cara mientras una sutil sonrisa reemplazaba su mueca de descontento. Finalmente lo había conseguido.
Cojeó hasta la cocina. Por fin podría sentir la refrescante agua bañar su lengua marchita y sus labios despellejados. Llenó el vaso con impaciencia y, sin poder contenerse más, se lo bebió como quien se bebe un chupito. Tras repetir el proceso cuatro veces más, se sentó en la silla que tenía más cerca. Al hacerlo, se oyó un chirrido metálico, imperceptible para cualquiera menos para él, seguido de un grito de exasperación y de dos golpes, uno cuando lanzó su pierna contra la pared de enfrente y otro cuando cayó al suelo.
No era una pierna de verdad, claro está, aunque era más real que el vacío que había tenido bajo su muñón durante todos esos meses en los que su orgullo no le había permitido ponérsela. Sin embargo, llegó un punto en el que ir a la pata coja empezó a requerir demasiado esfuerzo, sobre todo cuando llevaba días enteros sobreviviendo únicamente gracias al aire que respiraba. Decidió que si nadie le veía con su pierna ortopédica esa atrocidad no existiría. Por ello tapó todos los espejos y se encerró en su casa, que también era su taller, para trabajar en una pierna digna de una artista. Pasados unos días, él mismo dejó de existir, pues ni siquiera él mismo se veía. Pero pronto se dio cuenta de que para terminar su proyecto debía seguir vivo y esa fue la única razón que encontró para beber, comer y dormir. Para maximizar su productividad, se llevó a sí mismo al límite y, once meses y nueve piernas después, la única razón de su existencia culminó en una obra de arte.
Cuando hubo descansado, volvió saltando sobre su única pierna a su mesa de trabajo y, tras un último vistazo, se probó la que sería su nueva pierna. Intentó andar y, aunque no era fácil, tampoco era imposible así que se sintió satisfecho al fin. Quitó los trapos con los que había cubierto los espejos, enorgulleciéndose cada vez más al admirar su nuevo reflejo, y cuando la emoción dio paso al agotamiento, se acostó en su cama y durmió hasta el fin de semana.
Al despertar, los resquicios de un asombroso sueño le obsesionaban. Antes de que se esfumase su idea, cogió sus herramientas y se puso a trabajar en un nuevo proyecto, mucho más grande. Pasados unos meses ya había terminado una segunda pierna; no obstante, lo más difícil aún estaba por llegar. Mantuvo su polémico estilo de vida durante años, ansioso de mostrarle al mundo su obra maestra. Cada vez dormía menos y con ello aumentaba su obsesión. La suciedad se acumulaba a su alrededor. Polvo. Cucarachas. Nada parecía distraerle de su arte. Ni tan solo su roñosa barba le hacía inmutarse. Sus ojos, inyectados en sangre, parecían estar en fase R.E.M. a pesar de estar más despiertos que nunca. Escudriñaban cada escultura casi con desesperación. Las respiraban. Una vez terminada cada una pestañeaban y no lo volvían a hacer hasta que la siguiente estuviera acabada.
Cuando observó finalmente sus exquisitas esculturas, sus manos habían envejecido considerablemente más que él pero no le importó; pronto serían las mismas de antes. Había extremidades metalizadas esparcidas por doquier, la mayoría de ellas inacabadas debido a alguna nimiedad que las hacía imperfectas. Sin embargo, lo más impactante de todo era una cabeza que, de haber estado unida a un cuerpo y pintada de otros colores, bien podrían haber confundido con el propio escultor.
Aunque pudiera parecer lo contrario, le quedaba mucho trabajo por delante así que no se permitió descansar más de lo necesario. Anduvo, ya dominando su extraordinaria pierna, hasta la librería más cercana y compró una absurda cantidad de libros que más tarde estudiaría a fondo. Además, se dedicó a hacer varias llamadas de suma importancia los próximos días, buscando una galería de renombre que pudiera exponer su arte. Así, fue alternando las llamadas con el estudio hasta que creyó haber adquirido los conocimientos suficientes para culminar su trabajo.
Con la mano ligeramente temblorosa, abrió uno de los libros que se había aprendido de memoria y lo dejó abierto por una página que contenía un detallado diagrama. Ya había preparado todo lo necesario. Incluso había pasado los últimos días mentalizándose acerca de lo que iba a hacer. Pero no lo podía retrasar más.
Cogió el único trapo que no tenía manchas de pintura y se lo ató alrededor del muslo. Lo apretó de tal forma que empezó a sentir en los dedos del pie el mismo hormigueo que le revolvía el estómago. Luego no sintió nada. Agarró, con más fuerza de la necesaria, una sierra que había desinfectado previamente. Tras mucho investigar se había decidido por un artilugio que constaba de dos ganchos unidos por una especie de cuerda metálica dentada. Cerró los ojos y escuchó el latido de su corazón. Ensordecedor, eclipsaba el crepitar de la chimenea. Bum bum. El frío metal se hundía en la palma de sus manos. Bum bum. Sintió el gélido alambre posarse sobre su piel. Bum bum. Rodear su pierna. Bum bum. Bum bum. Bum bum.
Fue apenas un segundo pero aquel aullido agonizante se habría podido escuchar por encima de la explosión de cualquier bomba. Testarudo, se negó a desmayarse y continuó hasta que las manos empezaron a sangrarle del esfuerzo, los ganchos de la sierra clavados en su piel. La angustia de aquel grito seguía plasmada en su cara cuando cogió las tenazas que había dejado en la chimenea. Cauterizó la herida sangrante con otro bramido y se desmayó.
Cuando despertó horas después el charco de sangre reseca se mezclaba con las gotas de pintura del suelo. Cualquiera habría pensado que todo había sido un mal sueño de no ser por el dolor asfixiante. Cogió la caja de analgésicos que había dejado sobre su mesa de trabajo y se tomó tres de golpe antes de volver a caer inconsciente.
Abrió los ojos de nuevo. El dolor, aunque no había desaparecido, había menguado. Era de noche. ¿Cuánto tiempo había estado tendido en el suelo? No lo sabía. Tampoco le importaba demasiado. Tenía mucho tiempo por delante para terminar su obra maestra. Impaciente por ponerse manos a la obra se tomó otro analgésico y un antibiótico. Se colocó su nueva pierna y observó la simetría con orgullo.
Ahora venía la parte más dura. Debía darse prisa ya que en menos de un mes su obra debía estar terminada. No obstante, la considerable pérdida de movilidad dificultaba mucho su trabajo. Además, tenía que ser listo o perduraría en el tiempo como otro artista loco que no fue capaz de hacer realidad sus locuras. Pocos días después repitió el proceso con su brazo izquierdo pero dejó el derecho para el final. Ese sería el más difícil pues debía ser el último.
Escasamente recuperado de ambas operaciones y consciente de que trabajaba a contrarreloj, el escultor cogió las dos piezas que formarían el torso. Tanto este como la cabeza los había confeccionado como una armadura para así mantenerse a sí mismo con vida dentro. De hecho, unos ojos curiosos habrían sido capaces de advertir un minúsculo agujero en cada ojo así como dos más grandes que le permitirían respirar por la nariz. Comió y bebió como no lo había hecho en años y se atiborró a pastillas como preparatoria para lo que estaba por venir. Una vez puesta su armadura improvisada utilizó, no sin esfuerzo, un soplete para unir todas las piezas, asegurándose de que no hubiera ninguna imperfección que arruinara su trabajo. A continuación, ató los ganchos de la sierra a dos palos separados y el soplete, a la mesa. Se amputó el brazo que le quedaba como había hecho las otras veces y, tras despertar de su desmayo, se colocó como pudo su nuevo brazo. Apretó el botón del soplete, que estaba bien sujeto a la mesa para evitar que en el último momento su obra quedara interrumpida por un pequeño fallo, y selló la última grieta al mismo tiempo que volvía a desmayarse del dolor con el sonido de unos Manolos en el rellano.
La señora López Richter levantó el felpudo como le habían indicado en la curiosa carta que había recibido semanas atrás y encontró una llave. La introdujo en la cerradura y abrió la puerta, descubriendo una sala de todo menos común. Cuadros monumentales decoraban las paredes e incontables esculturas se amontonaban en cada rincón. Incluso del techo colgaban obras de arte a falta de espacio. Estupefacta, la señora López Richter dejó su bolso y su pañuelo de cachemir junto a la puerta para observar más de cerca la asombrosa colección. “Todo lo que haya en esa habitación será suyo en cuanto cruce el umbral de la puerta,”  decía la misteriosa carta, “pulvis et umbra sumus. Polvo y sombras somos. Haga que me recuerden.” Sus ojos devoraban todo a su alrededor. Cada escultura era más expresiva que la anterior y cada cuadro transportaba a la afamada galerista a un universo paralelo. Tras un barrido inicial, sus ojos se detuvieron sobre una escultura de cuerpo entero que destacaba sobre todas las demás. Las facciones eran tan realistas que hubiera podido jurar que la oía respirar.
Al día siguiente la colección al completo estaba expuesta en su galería y la hermosa escultura de cerámica, pieza central de la exposición con la que la señora López Richter se empeñó en inaugurar la nueva sala de su museo, acaparaba todas las miradas. Muchos fueron los curiosos que, pese a no estar permitido, acariciaron el semblante de tan perfecta escultura, pero ninguno pudo advertir unos ojos que, a través de unos diminutos agujeros, estudiaban las reacciones de cuantos lo estudiaban a él. Esos ojos se fijaron en una niña de unos nueve o diez años que, frente a la escultura, puso una mueca de desconcierto. Mientras los adultos a su alrededor conversaban, cautivados por el misterioso artista que había donado todo aquello, la niña había oído un leve suspiro, un suspiro que parecía provenir de dentro de la escultura. Extrañada, se puso de puntillas y pegó su oreja al pecho de esta. Bum bum. Los ojos la seguían con admiración. Qué curioso que hubiese sido una niña la que hubiese descubierto el secreto de su arte. Bum bum. La niña se apartó de un salto y corrió hacia su madre. Estaba claro que ahí dentro había algo. Hija, no seas tonta, es solo una escultura, no interrumpas a los adultos. Y siguieron exaltando las obras que los rodeaban con palabras enrevesadas y vacías. Temiendo que no fuera un producto de su imaginación, la niña no osó volver a acercarse a la escultura pero dentro de ella un corazón seguía latiendo. Siguió latiendo durante al menos tres días más y quién sabe si, a día de hoy, aún perdura ese tenue latido como su dueño perduraría en el tiempo.
Bum bum.

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