viernes, 6 de julio de 2018

Arte mutilado

Contesta con educación pero sin interés a las convencionales preguntas sobre cómo ha ido el vuelo, si ha sido puntual y cómodo. Con la frente apoyada en el cristal, permanece atento a las personas que cruzan la enorme avenida de cinco filas de coches en cada sentido. Nunca había estado en París pero sabía que todas sus calles son anchas y rectilíneas. Le parece haber visto este bulevar kilométrico en una película aunque podría ser otro, todos le resultan similares. Ahora están atravesando uno que circunvala la ciudad. Se llama Bulevar de los Mariscales, y a juzgar por su tamaño se le antojan militares de acciones épicas.
O puede que no, que el nombre sea grandilocuente como en su caso.
A los cinco años su padre le reveló que Humam era un nombre poco común entre los afganos. Significaba valeroso. Y a pesar de que en ese momento su padre le hizo sentir diferente, más tarde descubrió que no encajaba del todo en el concepto de valiente que le contaban los libros.
Con los años llegó a considerarlo casi una afrenta. Era una paradoja que la valentía fuese la connotación de su nombre, porque Humam conocía de primera mano el miedo. No le había abandonado desde su adolescencia, desde los años del terror soviético cuando temía a diario no encontrar a sus padres al regresar a casa. Muchos compañeros nunca volvieron a cenar y algunos de sus amigos ni tenían casa ya a la que volver. A él le tocó siendo estudiante universitario el horror de pisar una mina antipersona una tarde que ayudaba a su padre en el campo.
Tiempo después padecería además la angustia permanente de formar parte de un colectivo investigado por el régimen talibán. Nunca tenías la certeza de cómo ni cuándo, pero se intuía la vigilancia al profesorado universitario, especialmente aquellos sin probadas credenciales de adscripción al partido del gobierno.
Como profesor de arqueología sufrió el espanto de la macabra devastación de los tesoros artísticos más antiguos del país y lloró de impotencia ante las atroces imágenes en televisión en las que cientos de talibanes demolían dos Buda que eran joyas arqueológicas nacionales. Las noticias también hablaban de la destrucción de casi tres mil obras de arte del museo nacional de Kabul porque el régimen talibán las consideraba contrarias a los mandatos del Islam al contener representaciones de seres vivos.
No debía pronunciarse, ni actuar. Siempre el miedo. 
Sin embargo vió que su padre tenía razón el día que recibió la invitación de París.
Cada pieza se colocó en su sitio y entendió que su nombre no era una broma del destino, que el plan funcionaría. Lo habían ideado juntos partiendo de una fantasía de Yusuf, su compañero. Un delirio que Humam no tomó en serio hasta ese momento en el que comprendió que era ahora o nunca.
Entonces todo el miedo se transformó en una bestia con la que tenía que acabar o dejar que le matara.
Ahora se daba cuenta de que había sido mucho más complicado preparar la conferencia de mañana en la UNESCO que esconder dentro de su pierna ortopédica los valiosos lienzos que custodiaban ocultos desde hacía meses en casa de Yusuf.

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