Ahora,
consciente de que no podré regresar a ese plano de la realidad compartido por
la mayoría de los humanos, quisiera relatar los hechos que desde mi posición he
podido constatar y a los cuales me refiero para explicar lo sucedido.
Dado que no
dispongo del tiempo necesario, he optado por describir en episodios
diferenciados los acontecimientos que pueden ayudar a dilucidar la extraña
actitud del comandante.
Primer episodio:
Batallas celestes
Imelda Flores,
la hija del chamán, habitaba una pequeña casa de adobe un tanto alejada del
pueblo, al otro lado del río. Peter se empeñó en visitarla, aún cuando le
advertí de que ese tipo de experiencias podía trastornar la esencia del
individuo.
— Somos
científicos. Investigamos lo incomprensible— arguyó con talante divertido
mientras atravesaba el sembrado de hortalizas que conducía al porche donde ella
aguardaba.
En el interior
de la vivienda tres sillas formaban un semicírculo alrededor de la mesa. La
mujer ocupó la del centro y dirigió la mirada hacia las piernas— rociadas por
la voracidad de los mosquitos— de mi compañero. Gradualmente, sus ojos
desmedidos transitaron el cuerpo largo y robusto de Peter. Sin mediar palabra,
se le acercó, tomó su rostro y presionó con ambos índices el entrecejo. En
escasos segundos mi amigo se elevó lentamente, adoptó la posición horizontal y permaneció flotando en
la estancia.
A partir de este
acontecimiento, Imelda lo recibió todas las tardes hasta que nos fuimos de
Perú. En las siguientes sesiones no se repitió dicho fenómeno, Peter entraba en
un estado de inconsciencia que sólo revertía cuando la mano de la mujer se
posaba sobre su frente.
Nunca supe con
exactitud qué sucedía en sus viajes. En una ocasión me comentó que era una
lucha ardua, eterna, celeste.
Segundo
episodio: La voluntad
Desde la
estación puedo observar sus piruetas en el inmenso oscuro. Continúa sujeto al
cable pero no se acerca.
El silencio pesa
en el espacio como una piel intensa dispuesta a abrazar la frágil
ingravidez. Estrellas y planetas viajan
en una algarabía sorda, feroz, tremendamente sobrecogedora.
Peter apenas se
mueve. Probablemente le queda muy poco oxígeno.
Si quisiera
volver podría utilizar los inyectores de propulsión.
Pero no quiere.
Ahora sé que
antes de salir, ya había decidido no regresar. Tal vez por ello, hace unas
horas me habló de Imelda, de los mundos paralelos, de las entidades que
conviven junto a nosotros en otros niveles de conciencia, del tránsito en la
frontera de la muerte.
De repente, mi
amigo suelta el cable y se sumerge en el universo como un satélite burlando el
infinito.
Ana
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