Una gota se desliza
por tu mejilla hasta tus labios pero no es una lágrima, hace mucho que
decidiste que no llorarías. Miras al cielo, un cielo más negro que de
costumbre, y abres la boca. Las gotas son insípidas al contacto con tu lengua y
no puedes evitar pensar que quizá tengas más en común con una gota de lluvia
que con la humanidad. Rápidamente descartas ese pensamiento; al menos las gotas
caen acompañadas de sus semejantes pero tú vas a caer como has vivido, solo.
Apoyas tus manos en
la cornisa y cierras los ojos. Respiras la humedad que te rodea. Sientes los
mechones rebeldes de tu pelo arañar, impacientes, tu cara. Escuchas un claxon
perdido entre los edificios y el ronroneo de un motor privado de la adrenalina
de una carrera. Sigue diluviando y las gotas erosionan tu piel.
Vuelves a abrir los
ojos y por fin te decides a mirar hacia abajo. Son solo unos segundos pero son
suficientes para comprobar que allí no hay nadie. Los cierras de nuevo mientras
tu cuerpo se mece en un vaivén nervioso. No es la primera vez que te sorprendes
a ti mismo apoyado en esa cornisa y, conociéndote, no será la última. Ya sabes
cómo continúa la historia: tu debate interno se alargará varios minutos más, te
morderás las uñas con la esperanza de calmar tus nervios aunque también sabes
que eso solo aumentará tu intranquilidad, darás vueltas por la azotea, no puedes hacerlo, eres un cobarde, no vales
ni para esto, y te irás por donde has venido.
No, esta vez va a ser diferente.
Con demasiado impulso, casi como si quisieras convencerte a ti mismo de seguir
adelante, te subes a la cornisa. Te balanceas peligrosamente pero consigues
encontrar de nuevo el equilibrio aunque, para tu sorpresa, no has sentido miedo
de caer, solo indiferencia. Es la primera vez que llegas tan lejos. ¿Qué hacer
ahora? Un paso hacia delante y caerías irremediablemente hacia lo desconocido.
Un paso hacia atrás y volverías a la seguridad de lo conocido. ¿Habrá vida después de la muerte? ¿Existe el
cielo? Y si así es, ¿iré a parar a él? Un tsunami de preguntas inunda tu
cerebro, preguntas que ya te habías planteado alguna vez aunque no tan
seriamente como ahora. Oyes el claxon de antes interrumpir tus pensamientos,
pero ahora está mucho más cerca. El motor de aquel lejano coche ruge salvaje,
libre. La lluvia cae con más fuerza, alfileres que ansían atravesar tu piel. La
maraña de pelo abandona tu cara. De nuevo el claxon demanda tu atención. Tu
pijama se agita con el ímpetu del viento. Te escuece la piel bajo la lluvia
agresiva. Otra vez el claxon te apresura. El vendaval rasga tu ropa. La lluvia
te aguijonea. El claxon.
Te dejas caer. El
tiempo parece ralentizarse a medida que caes, dejándote observar con
detenimiento tus últimos instantes de vida. Sin embargo, no tienes el valor
suficiente para mirar a la muerte a los ojos y los cierras, apretando los
párpados como si así pudieras borrar el miedo y olvidar el pasado. El temor se
mezcla con el alivio dentro de ti y, en cierto modo, te sientes más libre que
nunca a pesar de estar cayendo ocho pisos hacia un fin inevitable. A medida que
coges velocidad te sientes poderoso; más poderoso que la lluvia que, incapaz de
adelantarte, se queda rezagada mientras tú caes cada vez más deprisa; más
poderoso que todos aquellos que alguna vez te hirieron y que, al igual que una
gota de lluvia, no estaban solos en sus repetidos intentos de amargarte la
vida.
Resuelto, dejas la
mente en blanco. No quieres pasar tus últimos segundos recordando tu
insignificante vida. Esperas el golpe y, mientras esperas, vuelves a notar las
gotas salpicar tu piel, esta vez indulgentes. Sigues esperando un golpe, una
señal de que ya se ha acabado todo, pero ese golpe nunca llega y en su lugar,
al abrir los ojos, te das cuenta de que la lluvia ya no está cayendo o, al
menos, no en la dirección en la que debería. De hecho, tú mismo estás cayendo
en la dirección equivocada. A tu alrededor ves hojas sueltas flotando en el
aire y una colilla a medio terminar y, por alguna razón, esto te hace sonreír.
Solo puedes pensar en lo maravilloso que sería tener un mechero a mano para
poder darle una calada.
Impulsado por una
fuerza sobrenatural, sigues cayendo hacia arriba, retando a la gravedad que
debía haber acabado con tu vida hace ya varios segundos. Presionas tus labios.
En cierto modo te sientes frustrado al no haber podido acabar lo que finalmente
te habías decidido a hacer. Por primera vez notas la presión de una goma
alrededor de tu muñeca y tiras de ella. Hacía mucho que habías dejado de notar
que estaba ahí. Cuando la sueltas, más para devolverte a una realidad donde tu
cuerpo obedezca la ley de la gravedad que para ahuyentar tus pensamientos
suicidas, sientes un dolor familiar que deja una leve marca roja en el interior
de tu muñeca. Pero por mucho que intentes despertar de aquel extraño sueño
sigues elevándote cada vez más. Efectivamente, el dolor es tan real que si no
fuera porque es imposible dirías que no estás soñando.
A medida que
asciendes comienzas a ver tu ciudad de un modo muy diferente. Tu edificio
empequeñece en la lejanía y puedes distinguir una cuadrícula imperfecta de
calles casi desiertas. Desde lo alto el sonido del claxon se vuelve casi
imperceptible y, aunque lo intentaras, sería imposible identificar el coche del
que proviene pues desde aquí arriba todos los coches son prácticamente iguales.
Incluso los edificios, que vistos desde las calles se alzan imponentes sobre
los peatones y forman una cordillera irregular, parecen clones desde esta
perspectiva. Ligero, sigues elevándote hasta que la ciudad no es más que una
mancha borrosa rodeada de otras salpicaduras de menor tamaño. Desde esta
perspectiva tampoco parece haber muchas diferencias entre una ciudad y otra. De
hecho, mientras subes más y más, hasta los países e incluso los continentes son
inusualmente parecidos. Sí, tienen contornos desiguales, pero están formados
por la misma paleta de colores, los mismos elementos. Al igual que las
ciudades, países y continentes, ¿no estás tú formado por los mismos elementos
que los demás? ¿No se les pasa por la cabeza lo mismo que a ti? ¿Pudiera ser
que no fueras tan distinto del resto, que el destino te estuviera concediendo
una segunda oportunidad? ¿Pudiera ser que fueras una obrera más en la colmena?
¿Pudiera ser que no fueras tan insignificante como creías?
De pronto, un
instinto de supervivencia se adueña de tu ser y, para tu sorpresa, un deseo de
vivir crece en ti. El suicidio ha dejado de parecer la mejor solución y ahora
solo parece la solución más fácil. Sin embargo, te elevas hacia una muerte
alternativa a la que esperabas encontrar en un principio y no hay nada que
puedas hacer para bajar. Incluso si consiguieras descender, la caída sería tal
que no habría forma de sobrevivir. ¿Cómo continuar viviendo? O mejor dicho,
¿cómo empezar a vivir? Exasperado, tratas de buscar algo a tu alrededor que
pueda ayudarte pero todo lo que encuentras son hojas entremezcladas con gotas
de agua. Tratas de moverte, pero lo único que logras es girar sobre ti mismo. Te
agitas inquieto. Ya no quiero morir.
No sabes a quién se lo suplicas pero lo haces igualmente. Gritas, pidiendo una
ayuda que nunca llegará. Gritas hasta que notas que tus pulmones se encogen del
esfuerzo. Pero nadie te oye.
Respiras hondo para
reemplazar el aire que tus pulmones han sacrificado para intentar devolverte la
esperanza. No obstante no hay nada que respirar, solo vacío. Vuelves a
intentarlo. Nada. Jadeas. Ya no quiero
morir. Ese pensamiento recurrente se niega a abandonarte y tú te niegas a
darte por vencido aunque sabes que no hay nada que puedas hacer. Inhalas, como
si con ello pudieras alcanzar la atmósfera que rodea la Tierra en la distancia.
Pero por mucho que lo intentes allí no hay aire que inhalar. Se te nubla la
vista hasta que la Tierra no es más que una enorme masa azulada y tú sigues
respirando con ansia el vacío a tu alrededor. La negrura te envuelve, te somete
a su voluntad hasta que estás demasiado débil como para mover cualquier miembro.
Ya no quiero… Tus pulmones buscan
impacientes aire que respirar mientras la saliva de tu boca comienza a hervir.
Te duelen los ojos. Es más, sientes como si se estuvieran separando de tu
cuerpo, cada nervio tenso como si alguien estirara de él. Ya no… Luchas por inhalar aire, por inhalar la vida que se te está
escapando. La piel te arde casi tanto como tu lengua. Y un instante antes de
perder la conciencia por completo, sientes una mano huesuda apoyarse sobre tu
hombro y algo afilado atravesarte el corazón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario