Sé perfectamente que estás convencida de que fui yo quien
provocó este monótono caos en que se ha convertido el resumen de tu vida. Ahí
estás cabeceando, como si tus pensamientos hubieran adquirido volumen y no los
pudieras contener.
Hace veintinueve años que cuido de ti, que empujo tu silla.
La silla que ocupas. La silla a la que yo te condené.
Durante este tiempo no te he visto sonreír ni una sola vez.
Hablas poco. Aunque debo reconocer que después del último ictus, te supone un
gran esfuerzo articular las palabras. Pese a ello, siento que consideras estéril cualquier
intento de diálogo.
Era jueves, se suponía que ibas a llegar tarde. ¿Lo
recuerdas?
En aquella época pasaba casi todo el tiempo solo. Sin
embargo, ese día Gaby apareció antes de lo habitual. La grúa se había llevado el coche y tuvo que
caminar dos kilómetros bajo el sol extenuante de agosto.
Eso me contó.
No lo creí.
Me despistó su mal humor columpiándose en una leve
contracción de la mandíbula— un gesto involuntario, apenas perceptible, que se
manifestaba cuando sucedía algo que no encajaba en sus planes—. Pero casi en
seguida, deduje que era una maniobra, poniéndome en antecedentes, para que
pudiese corroborar el percance que había sufrido y así justificar el dinero que
proyectaba pedirte en cuanto cruzaras la puerta.
No me sentía cómodo. Era la primera vez que estábamos solos
después del encuentro fortuito en el tugurio de la calle Rojas. Me quedé
paralizado al verlo bajar por la escalera con su cuerpo rotundo y ese halo de
desenfado que le confería el enjambre de rizos tostados sobre su cabeza. Se
quedó unos segundos quieto, con la mirada fija, enganchada a mí. Podría decirse que ambos compartimos la
sorpresa y el descubrimiento de un secreto.
Y ese jueves, el día que siempre llegabas tarde, pero que
llegaste pronto. Lo que viste no fue, en absoluto, lo que pareció que sucedía.
Gaby se metió en la ducha. Dejó la puerta abierta.
Podía haberme encerrado en la habitación, pero no lo hice.
Me quedé de pie, en el extremo del salón, mirando por la ventana, cavilando. Sentía
que ese tipo era un fraude. Un vividor que sólo se ocupaba de satisfacer sus
propias necesidades aprovechándose de otros. Me percataba de que estaba
enfadado y de que el tema del coche, no había hecho más que aumentar mi
irritación.
— ¿Por
qué estás con mi madre? — le grité desde el salón.
Él no debió escucharme debido al ruido que producía el agua.
Insistí de nuevo con la misma pregunta levantando más la voz, pero el sonido
cesó y mis palabras se estrellaron en un repentino vacío.
— Déjalo
estar—pronunció sin alterarse.
Me di la vuelta. Estaba completamente desnudo, con una
toalla en la mano, chorreando agua sobre
el parqué.
— No—
aseguré con firmeza.
Se encendió un
cigarrillo y mojado como estaba se acomodó en el sofá. Sonrió levemente y su mandíbula
se tensó con avidez.
— Tú
lo que quieres saber es por qué nos encontramos allí.
Tuve que contenerme para no lanzarme sobre él. Tenía ganas
de pegarle. Me sublevaba esa fingida postura de dominio, esa superioridad que
demostraba manteniendo la calma, con la toalla sobre sus malditos rizos,
presenciando el arrebato de ira que su actitud provocaba en mí.
— No—
le respondí apretando los puños—. Quiero saber…
— Quieres
saber—me interrumpió con brusquedad— qué hace la pareja de tu madre en un bar
de alterne. Se detuvo un instante y añadió— Lo mismo que tú—.
Se produjo un silencio áspero, donde nos miramos con
persistencia. Él con cierta extrañeza, yo con un absurdo desafío. Se puso de
pie y de repente su desnudez me perturbó.
— Si
tú no le dices nada, yo tampoco— convino mientras se acercaba a mí.
— Voy
a hacerlo— le espeté con osadía.
Si dudarlo, dirigí un golpe con el puño cerrado hacia su
rostro. Él lo esquivó, la toalla se cayó al suelo. Me cogió del brazo y lo dobló
sobre mi espalda. Intenté zafarme pero me empujó contra la ventana y me
inmovilizó pegando su cuerpo al mío. Entonces me susurró al oído: — No eres
culpable—.
El llanto emergió de súbito, primero con violencia, luego
como un gemido profundo que arañaba el aire. Gaby me abrazaba cuando tú abriste
la puerta.
Nunca te lo expliqué.
No pude.
No quise.
No es verdad, no pude.
Lo echaste de casa y al día siguiente tuviste una apoplejía.
Hace frío. Te acerco a la estufa oculta debajo las enaguas
de la mesa camilla.
Tienes los ojos abiertos. Estoy seguro de que me has estado
escuchando.
Te doy dos besos, uno en cada mejilla, y te digo:
— Me
voy mamá. Hoy es el entierro de Gaby.
Tu mirada algo turbia se detiene en mis pupilas. Mueves los
labios con dificultad arrastrando los vocablos.
— No
tienes la culpa.
Ana
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