miércoles, 25 de julio de 2018

El sacrificio


Sé perfectamente que estás convencida de que fui yo quien provocó este monótono caos en que se ha convertido el resumen de tu vida. Ahí estás cabeceando, como si tus pensamientos hubieran adquirido volumen y no los pudieras contener.
Hace veintinueve años que cuido de ti, que empujo tu silla. La silla que ocupas. La silla a la que yo te condené.
Durante este tiempo no te he visto sonreír ni una sola vez. Hablas poco. Aunque debo reconocer que después del último ictus, te supone un gran esfuerzo articular las palabras. Pese a ello,  siento que consideras estéril cualquier intento de diálogo.
Era jueves, se suponía que ibas a llegar tarde. ¿Lo recuerdas?
En aquella época pasaba casi todo el tiempo solo. Sin embargo, ese día Gaby apareció antes de lo habitual.  La grúa se había llevado el coche y tuvo que caminar dos kilómetros bajo el sol extenuante de agosto.
Eso me contó.
No lo creí.
Me despistó su mal humor columpiándose en una leve contracción de la mandíbula— un gesto involuntario, apenas perceptible, que se manifestaba cuando sucedía algo que no encajaba en sus planes—. Pero casi en seguida, deduje que era una maniobra, poniéndome en antecedentes, para que pudiese corroborar el percance que había sufrido y así justificar el dinero que proyectaba pedirte en cuanto cruzaras la puerta.   
No me sentía cómodo. Era la primera vez que estábamos solos después del encuentro fortuito en el tugurio de la calle Rojas. Me quedé paralizado al verlo bajar por la escalera con su cuerpo rotundo y ese halo de desenfado que le confería el enjambre de rizos tostados sobre su cabeza. Se quedó unos segundos quieto, con la mirada fija, enganchada a mí.  Podría decirse que ambos compartimos la sorpresa y el descubrimiento de un secreto.
Y ese jueves, el día que siempre llegabas tarde, pero que llegaste pronto. Lo que viste no fue, en absoluto,  lo que pareció que sucedía.
Gaby se metió en la ducha. Dejó la puerta abierta.
Podía haberme encerrado en la habitación, pero no lo hice. Me quedé de pie, en el extremo del salón, mirando por la ventana, cavilando. Sentía que ese tipo era un fraude. Un vividor que sólo se ocupaba de satisfacer sus propias necesidades aprovechándose de otros. Me percataba de que estaba enfadado y de que el tema del coche, no había hecho más que aumentar mi irritación.
    ¿Por qué estás con mi madre? — le grité desde el salón.
Él no debió escucharme debido al ruido que producía el agua. Insistí de nuevo con la misma pregunta levantando más la voz, pero el sonido cesó y mis palabras se estrellaron en un repentino vacío.  
    Déjalo estar—pronunció sin alterarse.
Me di la vuelta. Estaba completamente desnudo, con una toalla en la mano,  chorreando agua sobre el parqué.
    No— aseguré con firmeza.
 Se encendió un cigarrillo y mojado como estaba se acomodó en el sofá. Sonrió levemente y su mandíbula se tensó con avidez.
    Tú lo que quieres saber es por qué nos encontramos allí.
Tuve que contenerme para no lanzarme sobre él. Tenía ganas de pegarle. Me sublevaba esa fingida postura de dominio, esa superioridad que demostraba manteniendo la calma, con la toalla sobre sus malditos rizos, presenciando el arrebato de ira que su actitud provocaba en mí.
    No— le respondí apretando los puños—. Quiero saber…
    Quieres saber—me interrumpió con brusquedad— qué hace la pareja de tu madre en un bar de alterne. Se detuvo un instante y añadió— Lo mismo que tú—.
Se produjo un silencio áspero, donde nos miramos con persistencia. Él con cierta extrañeza, yo con un absurdo desafío. Se puso de pie y de repente su desnudez me perturbó.
    Si tú no le dices nada, yo tampoco— convino mientras se acercaba a mí.
    Voy a hacerlo— le espeté con osadía.
Si dudarlo, dirigí un golpe con el puño cerrado hacia su rostro. Él lo esquivó, la toalla se cayó al suelo. Me cogió del brazo y lo dobló sobre mi espalda. Intenté zafarme pero me empujó contra la ventana y me inmovilizó pegando su cuerpo al mío. Entonces me susurró al oído: — No eres culpable—.
El llanto emergió de súbito, primero con violencia, luego como un gemido profundo que arañaba el aire. Gaby me abrazaba cuando tú abriste la puerta.
Nunca te lo expliqué.
No pude.
No quise.
No es verdad, no pude.
Lo echaste de casa y al día siguiente tuviste una apoplejía.
Hace frío. Te acerco a la estufa oculta debajo las enaguas de la mesa camilla.
Tienes los ojos abiertos. Estoy seguro de que me has estado escuchando.
Te doy dos besos, uno en cada mejilla, y te digo:
    Me voy mamá. Hoy es el entierro de Gaby.
Tu mirada algo turbia se detiene en mis pupilas. Mueves los labios con dificultad arrastrando los vocablos.
    No tienes la culpa.

Ana

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