lunes, 9 de julio de 2018

La foto


Berna salió de la piscina, cogió las muletas y se dirigió hacia el vestuario. Se sentía cansado, la noche anterior se dedicó a seleccionar las últimas fotografías que la comisaria le reclamó para la exposición. Al amanecer intentó atrapar el sueño pero de nuevo, las imágenes quedaron prendidas en su pensamiento con absoluta nitidez: la lluvia picoteando el asfalto, el perro protegido bajo el estrecho soportal y los faros del coche apuntando una montaña de escombros coronada por una pierna ortopédica.
Esa fue la estampa que lo arrastró a la fama veinte años atrás. “Un joven fotógrafo utilizó su pierna ortopédica como parte de una composición visual sobre el asedio a Sarajevo”. Los críticos coincidieron en señalar que ese trozo de cuerpo  clavado como una vela en la cima de una masa de desolación, simbolizaba la pérdida y la imposibilidad de restablecer lo que ha sido destruido.
No se atrevió a rebatir dichos argumentos. En cierto modo, sostenían una  parte de verdad. Su verdad y la de otros muchos que tenían que vivir con las ausencias de lo arrebatado. No obstante, pese a que el éxito vino teñido de un tono sensiblero que le hizo dudar de la auténtica valía de su trabajo, también le ofreció la oportunidad de convertirse en un profesional que iniciaba su andadura con cierto prestigio.
Decidió silenciar el motivo que lo impulsó a dejar ese pedazo de él sobre un puñado de ruinas en medio de una guerra. Se le antojó indigno describir la angustia que emergía de sus entrañas al recordar su incapacidad y el infortunio que acompañó la muerte de la niña.
Detrás del hotel Holliday Inn, donde la prensa solía hospedarse, se alzaba una columna decrépita y solitaria de cuatro pisos parte de un inmueble derribado por el impacto de los morteros. Todas las viviendas estaban ocupadas por familias, excepto el primer piso donde vivía Svetlana con su perro Faris. Los vecinos le informaron de su voluntad de acoger a la pequeña. Pero ella rehusó y prefirió permanecer en lo que había sido su hogar esperando el regreso su madre. Lana, como todos la llamaban, debía tener alrededor de nueve años y jamás desde que estalló el conflicto pronunció una sola palabra. Sus ojos claros escondidos en un mar de pestañas negras, retrataban la alerta inmutable de quien ha aprendido a convivir con la violencia.
Berna adquirió la costumbre de visitar todos los días su casa. Solía llevar algo de comida o  un poco de agua. Jugaban con el perro, con una vieja baraja de cartas sustraída del hotel y con la cámara que siempre llevaba consigo. En una ocasión, la niña levantó la pernera de su pantalón cuidadosamente, fascinada la fue subiendo hasta que llegó al muñón, donde se detuvo y disponiendo la mano en forma de pistola  le preguntó con la mirada si había sido un arma. Él negó con la cabeza.
El otoño se acercaba y aquella tarde comenzó a llover con intensidad mientras se desplazaba para visitar a su pequeña amiga. Poco antes de acceder al edificio distinguió a Faris ladrando y moviéndose de forma nerviosa. Miró la fachada desconchada y  con dificultad visualizó un bulto que colgaba de la primera planta.
El perro corrió por la escalera y él lo siguió todo lo deprisa que pudo. La niña se agarraba a los hierros que ensamblaban el devastado balcón. Se recostó sobre el suelo e intentó atrapar una de sus manos. Estaba demasiado lejos. Sin demora desenganchó la prótesis, se arrodilló y sujetándola fuertemente, se la ofreció. Ella la miró pero no se atrevió a moverse. En esos instantes pensó que si no fuera un lisiado hubiera ido a buscarla. Por el contrario, debía centrarse en mantener el equilibrio en una postura en la que su muñón podía resbalar como consecuencia de la lluvia.
La pequeña estiró una mano y apresó el metal de la pierna, inmediatamente soltó la otra e hizo lo mismo. Su cuerpo quedó suspendido bajo el aguacero mientras él tiraba con brío hacia arriba. La luz de una mira laser se detuvo sobre su pelo encharcado. Lana cayó al pavimento.
Berna permaneció mucho tiempo inmóvil, esperando, anhelando que el francotirador se decidiera a robarle la vida.  Ese fue su propósito cuando recaló en Sarajevo, brindarle al destino la oportunidad de que la muerte lo atrapara. Resarcirse del peso que asfixiaba su alma después del accidente, donde no sólo perdió su pierna de carne y hueso, sino mucho más. Aunque eso forma parte de otra historia.

Ana

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